Luego de una exitosa experiencia en Europa donde, supuestamente, Woody Allen es más respetado, querido y mejor criticado que en su USA natal (Inglaterra, España, Francia fueron sedes de sus últimos rodajes), éste vuelve a su amada New York para retratar la existencia de un ser peculiar, muy similar a los protagonistas de muchas de sus obras.
Su alter ego es Boris Yellnikoff, interpretado por Larry David, creador de la serie “Seinfeld”, uno de los shows más exitosos en la historia de la televisión, muy bien elegido para este rol. Este hombre que rezuma antipatía general hacia la especie humana, es un fallido suicida que conoce por casualidad (o por destino) a una joven del sur que vaga por las calles (cándidamente interpretada por Evan Rachel Wood) con la que comienza, contra todo pronóstico, un romance de lo más particular, a pesar de las trabas que ponen a la relación los ausentes padres de ella (Ed Begley y la exquisita Patricia Clarkson).
Yellnikoff sufre constantes ataques de pánico, se considera un genio por haber estado cerca de ganar el Premio Nobel por sus trabajos sobre física cuántica, tiene un alto concepto de sí mismo y denosta a todo ser humano que no sea él mismo, incluyendo a su flamante y joven pareja, que lo ama por lo que es y por sentirse protegida.
Los diferentes personajes principales y secundarios empezarán a modificarse, a encontrarse a sí mismos, a ser fieles a sus verdaderos sentimientos, a encontrar el amor, cualquiera sea su forma: heterosexual, homosexual, de a dos o de a tres, no importa cómo se es feliz… mientras la cosa funcione.
Con los diálogos como base, Woody salpica los mismos con graciosos chistes y réplicas inteligentes, tanto en lo que dice el protagonista, así como también los roles secundarios. Además, elige un recurso previamente utilizado en su filmografía: la de hacer participar al público, esto es, que Boris nos hable directamente a nosotros, a los espectadores sentados en la sala, convirtiéndonos en cómplices de sus rabietas, sus miedos, pero también de sus más esperanzadoras reflexiones.
Con acompañamientos musicales como las Sinfonías Nro. 5 y 9 de Beethoven, o la romántica Butterfly by de Heinz Kiessling, la jazzística Salty Bubble de Ray Ronnei, o la trompeta de Jackie Gleason, Allen vuelve a un estilo de otras épocas (no por nada el guión original del presente filme data de 1977); nos regala uno de sus viejos guiones, salpicado de cinismo, picardía, comicidad y la eterna lucha entre optimismo y pesimismo. Una de sus mejores comedias de la última década.
Su alter ego es Boris Yellnikoff, interpretado por Larry David, creador de la serie “Seinfeld”, uno de los shows más exitosos en la historia de la televisión, muy bien elegido para este rol. Este hombre que rezuma antipatía general hacia la especie humana, es un fallido suicida que conoce por casualidad (o por destino) a una joven del sur que vaga por las calles (cándidamente interpretada por Evan Rachel Wood) con la que comienza, contra todo pronóstico, un romance de lo más particular, a pesar de las trabas que ponen a la relación los ausentes padres de ella (Ed Begley y la exquisita Patricia Clarkson).
Yellnikoff sufre constantes ataques de pánico, se considera un genio por haber estado cerca de ganar el Premio Nobel por sus trabajos sobre física cuántica, tiene un alto concepto de sí mismo y denosta a todo ser humano que no sea él mismo, incluyendo a su flamante y joven pareja, que lo ama por lo que es y por sentirse protegida.
Los diferentes personajes principales y secundarios empezarán a modificarse, a encontrarse a sí mismos, a ser fieles a sus verdaderos sentimientos, a encontrar el amor, cualquiera sea su forma: heterosexual, homosexual, de a dos o de a tres, no importa cómo se es feliz… mientras la cosa funcione.
Con los diálogos como base, Woody salpica los mismos con graciosos chistes y réplicas inteligentes, tanto en lo que dice el protagonista, así como también los roles secundarios. Además, elige un recurso previamente utilizado en su filmografía: la de hacer participar al público, esto es, que Boris nos hable directamente a nosotros, a los espectadores sentados en la sala, convirtiéndonos en cómplices de sus rabietas, sus miedos, pero también de sus más esperanzadoras reflexiones.
Con acompañamientos musicales como las Sinfonías Nro. 5 y 9 de Beethoven, o la romántica Butterfly by de Heinz Kiessling, la jazzística Salty Bubble de Ray Ronnei, o la trompeta de Jackie Gleason, Allen vuelve a un estilo de otras épocas (no por nada el guión original del presente filme data de 1977); nos regala uno de sus viejos guiones, salpicado de cinismo, picardía, comicidad y la eterna lucha entre optimismo y pesimismo. Una de sus mejores comedias de la última década.
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