Demostrar que no es así es uno de los muchos meritos de “El callejón de los milagros”, soberbia obra de un realismo crudo, trágico, poco amigo de las etiquetas, surgida de la veteranía de Jorge Fons, que ya tiene dirigida una docena de películas.
La novela del egipcio Naguib Mahfuz, ganador del premio Nobel de literatura, paso por la pluma del guionista Vicente Leñero para trasvasarse – de la ciudad de El Cairo en los años 40 al centro Histórico de la ciudad de México actual- y convertirse en una de las pocas estructuras sólidas y, a la vez, originales, que ha dado el cine del continente en los últimos tiempos.
La trama del filme es una suma de historias animadas por protagonistas múltiples. Y narradas por entregas: la primera esta centrada en Rutilio, el jefe de familia cincuentón al que le pica improvisadamente el bichito de la homosexualidad. La segunda en Alma (Salma Hayek), amante conflictuada de Abel, un peluquero que le ruega que lo espere mientras junta dinero en Estados Unidos. La tercera es una vieja propietaria de departamentos solterona, Susanita.
Las tres historias están unidas por hilos geográficos (transcurren alrededor del mismo barrio) y dramáticos: a Rutilio le corta el pelo Abel, que es amigo de su hijo y alquila uno de los departamentos de Susanita; Alma vive en otro… Hay muchos más nexos y personajes. Lo que importa, en todo caso, es que a todos los cobija el mismo ambiente proletario y una cultura que, aun en su diversidad, los marca irreversiblemente.
Fons recurre en este punto a un inusual abanico de matices: Rutilio, el flamante gay, no deja de pegarle como bruto macho a su mujer, pero llora como niño cuando se le va su hijo, junto a Abel precisamente, para el Norte. Apenas si se esboza que el dinero, o las redes del dinero, son las que tuercen, esclavizan y deforman hasta las intenciones del más tierno.
Jorge Fons es un realizador virtuoso. No solo por el manejo de los tiempos, que vuelven a empezar con el final de cada historia (todas comienzan el mismo domingo, con lo que los “protagonistas” de cada una reaparecen como “secundarios” en las demás), sino por la formidable dirección de actores y por un criterio minucioso que descartó la profusión de cortes, otro rasgo televisivo, en favor de aquellos planos largos en tiempo, cortos en espacio, que tanto ayudan a los buenos intérpretes a traducir las emociones.
De la mano de estas cámaras, Salma Hayek comiendo un clásico taco en plena calle al mediodía, se convierte en un inesperado espectáculo de sensualidad.
A diferencia del realismo mágico, que busca seducir con vistas propias de postal turística, “El callejón…” surca el paisaje de los rostros. No es un filme “más grande que la vida”, pero es tan vivo como la vida misma. Por eso se deja ver en un sentido profundo: cuando pasan cosas se les palpita y cuando no, casi se desea que no sucedan, que ese delicioso costumbrismo se limite a transcurrir.
Se ha dicho que es una película larga (dura 2 horas 20 min.). No lo es: en ese lapso cuenta más que una árida y agreste telenovela. Y lo cuenta mejor: es algo así como el tiempo útil, condensado y refinado de todas las telenovelas juntas. Si algo faltaba, retrata sin perjuicios ni piedades al machismo cavernario, a la crueldad impune, a las mil caras del proxenetismo que conviven junto a los más puros sentimientos en la sociedad mexicana actual. Eso hace de “El callejón de los milagros” algo más que una gran película mexicana. La hace universal.
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