Irlanda, años 60. Muchachas violadas, chicas que habían tenido hijos sin estar casadas, adolescentes demasiado atractivas que llamaban la atención de los hombres: este era el perfil de las internadas en los conventos de la Magdalena. Las jovencitas pecadoras eran dejadas allí por sus familias y sometidas a un severo y agotador régimen de trabajo no remunerado, de maltratos y humillaciones, de despersonalización, de castigo físico y moral. Reconvertidas en forzadas lavanderas a mano, se les imponía una dura disciplina penitenciaria, para expiar la culpa por los supuestos pecados cometidos. Sus métodos (extenuantes jornadas laborales, alimentación escasa, privación de contacto exterior) eran los utilizados para debilitarlas psicológica y físicamente.
Basado en hechos reales, el largometraje, que obtuvo el León de Oro en Venecia 2002, pivotea entre el melodrama y la denuncia gracias a la habilidad del guionista y director Peter Mullan, transmitiendo un mensaje que, pese a las críticas de la Iglesia Católica, no se ha podido silenciar.
Su estructura fílmica y su exploración de los diversos detalles de la vida en ese convento, donde obligaban a las niñas a permanecer muchas veces de por vida, es meticulosa y cuidada, al igual que el dibujo de los personajes; aunque, en este punto, se muestran algunas debilidades, al hacer un retrato un tanto maniqueísta de los buenos y malos de la historia (quizás justificado, pero poco eficaz para la credibilidad del mensaje). El ejemplo más claro es mostrar a la madre superiora (soberbia Geraldine McEwan) contando los billetes que recauda por el servicio de lavado que realiza el convento, mientras trata de dar lecciones morales a las nuevas internas.
Lo mejor de este film, además de basarse en un hecho verdadero, es estar rigurosamente muy bien interpretado por su reparto, mayoritariamente femenino, con convicción y esmero.
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