Si esta oportunidad única que el actor consiguió fue afortunada o no, es debatible. Sí le trajo fama y fortuna, y le quedaba tan bien el papel, que nunca brilló tanto en otros personajes como en éste. Y así como Drácula estaba destinado a chupar la sangre de sus víctimas por toda la eternidad, Lugosi fue destinado a representar al conde, o variaciones del mismo, a lo largo de toda su carrera artística.
Si se puede decir que un actor quedó atrapado en un personaje, éste fue él. Gran parte de la razón de esto se debe a que la aparición de Lugosi en la pantalla, con sus lentos movimientos, su lúgubre presencia, su hipnótica mirada, hacía del Conde un ser imposible de no mirar. Bela Lugosi nos muestra en "Drácula" (1931), de Tod Beowning, un Conde refinado y elegante, contenido y sobrio, tenso e inspirador de respeto, y esto se debe a que él proporciona una incomodidad intelectual más que física. Verlo con su cadavérica faz y su pálido espectro descendiendo una escalinata sugiere un pavor ancestral. O verlo atacando a una florista en la espesa noche londinense, a la que envuelve en su capa y, poco después, asistiendo a una función de ópera en un palco, hace sentir al espectador la amenaza constante.
Bela Lugosi además, tomó para sí un gran mérito: no utilizó colmillos ni chorros de sangre, renunciando a un maquillaje exacerbado para causar más impresión.
Años más tarde, los papeles dejaron de llegarle y se volvió un adicto a la morfina. Según lo antes dicho, Bela Lugosi fue reducido a actuar en películas clase B, terminando su carrera de manera no muy feliz. A su muerte, en 1956, 25 años más tarde el estreno del filme que lo catapultó a la gloria, fue incinerado con su traje de Drácula puesto, todo un símbolo de lo que ese rol significó para su vida.
Si los fanáticos no podían ver a otro que no sea él en este mítico rol cinematográfico, merece, entonces, la inmortalidad en este papel.
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