Si Baz Luhrman quizo hacer una película como las de antes, realmente le salió muy bien, al margen de la inclusión de los efectos de cámara y postproducción que alimentan al cine del nuevo milenio. Pero lo que más sobresale es la inclusión de una inacabable cantidad de situaciones cliché, y no solamente por lo que sucede en la historia, sino por cómo se lo cuenta cinematográficamente: con los grandilocuentes encuadres, con movimientos de cámara en ralenti, con la pomposidad de la música, etcétera, etcétera. Todo ello ensombrece al filme y lo vuelve un tedio (por lo manipulador) que, además, es larguísimo.
Lo que sí logra Luhrmann es entretener, dado que, a pesar de que hace permanecer al espectador frente a la pantalla durante 165 minutos, el filme no decae (pero tampoco crece) y, cuando ya uno piensa que la epopeya ha llegando a su fin, todavía falta un gran metraje de cinta por recorrer, dado que un nuevo nudo de la trama se genera (la guerra, que ha estallado en los primeros minutos del relato y cobra forma con el ataque aéreo japonés) y, lógicamente, hay que desanudarlo.
Si bien la grandilocuencia de otros filmes de Luhrmann ha sido celebrada anteriormente (Romeo + Julieta, Moulin Rouge), esta vez se ha tirado demasiado de la cuerda y, la insistencia de generar y forzar climax constantemente, hacen de este filme un fallido (y costoso) intento por deslumbrar.
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